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Bluesérgicos Rolling Stones

Alejandro Rozado

Rolling StonesSer un adolescente de clase media en los sesentas era tener un destino.

De Los Rolling Stones, Tarde o temprano, uno sabía que habría que enfrentarse al rock inglés y decidir algo, del mismo modo que ese rock había sido también resultado de una decisión de centenas y miles de adolescentes británicos ante su inopinado encuentro con el marginal blues estadounidense. Se trataba de una decisión, tanto estética como ética, que una nueva generación de ciudadanos se veía obligada -empujada por la historia- a tomar. Su máxima podría ser: mientras más cerca se esté del blues, mejor será el rock… Y precisamente eso sucedió con los Rolling Stones.

Cuando, en 1960, el joven gamberro e inteligente Brian Jones -de apenas 19 años y tres bebés ilegítimos ya en su haber

– vió a Sonny Boy Williamson tocar su armónica junto a la Chris Barber Band en su pueblito natal de Chelteham, nació en él la idea musical de lo que serían los Rolling Stones: el encuentro del blues negro con los jóvenes músicos británicos. Inédita asociación de experiencia y energía, de música tradicional consolidada y vigorosos sonidos eléctricos de un rock todavía intuitivo.

Al mismo tiempo, en una estación de tren londinense se encontraban por casualidad dos adolescentes, ex condiscípulos de la primaria, Mick Jagger y Keith Richards. Intercambiaron discos e impresiones sobre Chuck Berry, tocaron algunas rolas… y ya no se separarían nunca más. Jagger decía de la música de Richards: “Me gusta su sonido (…), él dice a toda la gente que estamos tocando blues.”

Por su parte, quien sería el legendario baterista de la banda, Charlie Watts, había escrito un libro sobre Charlie Parker a sus escasos 20 años de edad.

Un poco más tarde, en 1961, el mismo Brian Jones, ya instalado en Londres -en casa ni más ni menos que de Alexis Korner, uno de los padres del blues británico-, escuchó el primer disco de Elmore James y de inmediato se fue a comprar su primera guitarra eléctrica.

¿Más evidencias de la influencia decisiva del blues en la integración de los Rolling Stones?

Jones conoció a Jagger y Richards durante la primavera de 1962 cuando los tres acudían al Ealing Club a escuchar el Blues Inc. de Alexis Korner y aprovechaban ocasionalmente para palomear a ratos con Korner.

Luego, éste y su banda se mudó a tocar al Marquee Club con sus jóvenes aprendices. Brian Jones se propuso entonces integrar su propio grupo y le llamó Rollin’ Stones: lo integraron Jagger, Richards y el mismo Jones, junto con el pianista Ian Stewart (quien siempre fue identificado como el sexto rolling stone), Dick Taylor en el bajo y Mick Avory (baterista que años después fundaría con los hermanos Davies la histórica banda The Kinks).

Su primera presentación fue el jueves 12 de julio de 1962 (hace exactamente 50 años), cuando aprovecharon la ausencia del Blues Inc. y entraron al quite. Lo primero que declaró Jagger después de esa presentación fue: “Espero que no piensen que somos un producto más del rock’n’roll…”

Sin embargo, el dueño del Marquee Club prescindió de sus servicios en el mismo mes de julio.

Le dijo a un amigo: “Los acabo de echar; ni son auténticos, ni son buenos”. Para la primavera de 1963 ya se habían incorporado Charlie Watts en la batería y Bill Wyman al bajo (quienes integrarían la sección rítmica más portentosa y sólida de la historia del rock). El sexteto (no olvidemos a Ian Stewart) no dejaría de componer, tocar y grabar ya sin cambios hasta la trágica muerte de Brian Jones a fines de los sesentas.

Los Rolling Stones tocaban ya en el Crowdaddy, Richmond, donde había llenos totales;

rápidamente se corría la voz en Londres y sus alrededores que en ese antro de atmósfera oscura se caldeaba el ánimo con el blues de los Rolling.

Hasta que una noche de abril se sentaron cuatro tipos a escasos dos metros del escenario para oírlos tocar. Eran Los Beatles. Después de la función, ambos grupos se fueron al departamento que rentaban Brian, Mick y Keith y charlaron hasta el amanecer.

Brian Jones le preguntaba a John Lennon cómo hizo el efecto de armónica en “Love me do”, mientras McCartney bromeaba cordialmente con los demás. De aquella noche en el Crowdaddy más tarde diría George Harrison: “Era un auténtico delirio. Durante el descanso el público gritaba y agitaba los brazos, bailando sobre las mesas… de una manera que nunca había visto hasta entonces. Ahora todos lo conocemos como shaking.

El sonido era sólido, parecía emanar de las paredes y reproducirse dentro de las cabezas. Un gran sonido”. Lo que siguió, más que historia, fue leyenda.

Ahora que los Rolling Stones cumplen 50 años de reunirse a tocar,

habría que valorar algunos méritos que tuvo esa banda en la construcción de la cultura posmoderna, la cual tuvo como uno de sus vértices macizos al rock. Y macizo significaba grueso; significaba interior, corpóreo, revelador, emanado de un pacto inconsciente que dotó a muchos jóvenes de la certeza inexplicable de pertenecer desde el principio a aquella música.

No se necesitaba, para ello, ser coleccionista exhaustivo de discos, anécdotas o chismes del grupo; tampoco edificar altares míticos o glamorosos alrededor de las biografías, más bien superficiales, de Jagger, Richards o Brian Jones. Después de todo, la anecdótica de aquellos muchachos famosones era más o menos igual a la de cualquier otro chico de su condición: una serie de banalidades más o menos estúpidas.

Pero tocaban bien y, sobre todo, transmitían una sinapsis completamente nueva. De manera que lo único que hacía falta era sumergirse en el empozado blues que evocaba la banda en sus primeros años para caer en su embrujo. Así se formó el oído de toda una generación de chamacos occidentales.

La música de los Stones fue el centro emocional de las primeras incursiones sónicas de chavos como yo;

mi vida se fue haciendo auditiva gracias a ellos, y ese nuevo concepto de música fue para mí referencia segura y criterio lo suficientemente confiable para percibir al mundo.

Cuando los momentos difíciles se daban cita durante mi conflictiva adolescencia, y -más tarde- la depresión oprimía mi pecho con su gélida plancha de metal, instintivamente encendía esa música y de inmediato me conectaba con algo más que lo libertario.

Se trataba invariablemente de la extraña convocación a un instintivo lugar de pertenencia. Goin’ Home. Como una sintonía de regreso al ser en tiempos mezquinos: entrecerrar los puños, volverse sobre sí y comenzar a sentir la caída de una plomada desde la cabeza al centro de uno mismo, convertirse en piedra, talonear el ritmo mientras los huesos golpean a los huesos. Ritual sanador a la sombra de un riff de Richards. Identidad blusérgica sin vuelta de hoja.

Con el paso del tiempo, desde luego que mi percepción del grupo fue cambiando hasta asentarse en cierta levedad desencantada.

A partir de 1975, los Stones difícilmente nos dijeron algo significativo con su música -salvo cuando volvían, cada vez con menor frecuencia, al manantial del blues del cual provienen. Sin embargo, la distancia temporal puede recuperar con mayor justeza la contribución cultural específica de aquellos chavalos ingleses. 

Los Rolling Stones fueron, en primer lugar, el punto de inflexión entre el blues, el rock and roll y el rhytm and blues de los años sesenta;

en ese sentido, han sido la banda histórica del rock, es decir, la de mayor conciencia de su origen negro y cabrón… Hace algunos años pensé que si se hiciera una recopilación que cotejase las rolas originales de Robert Johnson, Willie Dixon, Bo Diddley, Howlin’ Wolf, John Lee Hooker, Chuck Berry y otros maestrazos, con los covers respectivos que ejecutaron los Stones en sus años tempranos, se tendría una muestra interesante acerca de lo que aquí afirmo.

En efecto: entre 1964 y 1972 -la etapa más creativa y sólida-, el grupo de Mick Jagger y Keith Richards

grabó diversas piezas clave de los clásicos del blues norteamericano que marcaron rumbo:

representan instantes artísticos primigenios en que la imitación de los maestros convirtió, en el sentido fuerte, mágico, del verbo, a los aprendices; los despegó del suelo para que volasen con propias alas.

Para consagrar su estilo definitivo a través de una composición tan rockera como “(I Can’t Get No) Satisfaction”, los Stones tuvieron que interpretar antes “I’m a King Bee”, de Slim Harpo; y para concebir  la extraordinaria “Jumpin’ Jack Flash”, hubo que entonar, con gran sabor negruzco y desmadroso, “Walking the Dog”, de Rufus Thomas.

En este caso, imitar fue algo más que un propedéutico: fue una transfusión de sangre. Fusión sanguínea: un extraño pacto corpóreo-espiritual entre la dolida armónica de los viejos negros del arroyo urbano estadounidense y la rebelión rockera de los barrios proletarios ingleses. Edición única e irrepetible de la historia musical.

La lista de dichos covers blueseros sería larga y diversa:

Iría desde “Not Fade Away” (previamente interpretada por Bo Diddley) hasta “Little Baby” o “I Just Want to Make Love to You”, del maestrazo Willie Dixon; desde la chingona “Route 66” (cantada en versión jazz por Nat King Cole) hasta la rockanrolerísima “Carol” de Chuck Berry; desde “Little Red Rooster”, también de Dixon pero magistralmente interpretada por Howlin’ Wolf hasta “You Gotta Move”, del inquebrantable reverendo Davis. 

Sobra decir que quien atendiese a esta lista podría identificar obvias diferencias: la energía eléctrica en unos y el profundo feeling en otros; un ritmo más acelerado y fresco de un lado, y de otro la oscura y cachonda cadencia ancestral.

Pero quizá lo más relevante sea que con esta recopilación ideal asistiríamos a la escucha de un legado musical originario que terminó transformando la sensibilidad de la civilización occidental en sus postrimerías.

A partir de rolas tan ajenas al propósito comercial como “Down Home Girl”, “Pain in my Heart” o “Little Red Rooster”,

Interpretadas por los todavía desconocidos Rolling Stones, no cabe duda que la juventud comenzó a abrirse otra senda de percepción: Elvis, los Beach Boys, incluso los primeros Beatles, quedaban del otro lado del mundo, en la superficie donde el sol de mentiras aún brilla.

Mientras que de este lado se alineaban quienes descubrían que podían vivir la decadencia social sin derrumbarse: no morir como si estuviesen vivos, sino saber vivir en situaciones en que tal vez sería mejor no existir.

Así por ejemplo, escuchar “Route 66” es como viajar por una autopista solitaria a velocidad de suicida;

“Little Red Rooster” sirve de ritmo para un funeral idóneo en noches de desencanto; “Goin’ Home” es una pieza bluesadictiva (ya de Jagger y Richards) de casi doce minutos de atmósfera hookeriana, donde el camino a casa es un trayecto de pasos, suspiros, silbidos, prisas, alucinaciones, rincones, silencios y ritmo maldito; y “Love in Vain”, del fundador Robert Johnson, la resurrección negra en cadencias descendentes, un ejercicio magistral de estilo stone.

Con la confluencia de la guitarra acústica de Richards como base decantada de una historia final (el amor en vano, deshecho sobre el andén de una estación de trenes), y la slide de Mick Taylor, cuyas cuerdas hechizan al viajero perdido entre miradas de soslayo. Puro, total y absoluto blues cayendo, cayendo, como una desgracia suave sobre el sillón donde estoy sentado.

Guadalajara, 12 de julio de 2012.

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